jueves, 10 de febrero de 2011

Granujas de medio pelo


Hoy vengo extrañada. Tal vez sean cosas mías (aunque es obvio que lo son). Pero por una vez me decido a dejar constancia de mis peripecias en la peluquería y eso que siempre que voy las pienso y las redacto en mi cabeza. Pues hoy se vienen al desguace. Como novedad, dejaré un vídeo al inicio, con la intención de que escuchéis la canción mientras leeis la entrada. Y con respecto a ella, simplemente decir que ayer me acordé de nuevo de su existencia y de cuánto me gustaba. Depeche mode tiene algo que me seduce.




Las peluquerías son un hábitat en el que ya me he desenvuelto varias veces, por motivos obviamente estéticos. Sin embargo, como todo lugar que se plazca, cada una de ellas tiene unos matices que las diferencia de las demás, así que hablaré hoy de la mía. De la que he ido HOY.

(Before you say gooodbyeeeeeeeeeee, qué chula) Bueno, he acudido a una hora razonable. Nuestro departamento tenía conocimiento de la apertura de este establecimiento a las 10 así que me he deslizado con pies de plomo por el sueño a medios diez. Y vaya cuál ha sido mi sorpresa, que el banco de las esperas estaba ocupado por cuatro hermosos y madrugones culos que me han dedicado una fugaz mirada cuando he abierto, para volver a zambullirse de nuevo en las revistas de cotilleo. Así que me he encogido de hombros y he esperado de pie, disimulando mirando la carta de precios y haciendo algo que se me da de miedo: la puta sueca. Después de hacerme la sorprendida cuando me han pedido el abrigo para colocarlo en la percha número 8, y enfundarme esa bata negra que hace que parezcas una auténtica bolsa de basura, le he dedicado una sonrisita a la chica que me ha indicado que pronto me tomarían nota. No se acuerda de mí, pero yo de ella sí. Y es simpática. Y a las personas simpáticas tengo la horrible costumbre de sonreírles, para que por el amor de dios sigan existiendo y disminuyan este odio que tengo por la gente en general.


Después de indicar con voz ronca mi nombre, que casi ha parecido que estaba delatando a mi proveedor de estupefacientes o peor aún, nombrando a la mujer de la cual iba a solicitar sus servicios, he carraspeado y me he sentado donde me han indicado. Con el silencio que me caracteriza, he sacado mi libro, el lápiz y he leído durante un buen rato. Luego he contemplado cómo convertían a la mujer que descansaba a mi lado, empotronada en una silla como servidora y mirando con esa cara de escepticismo que suele dibujarse en los rostros ávidos lectores de el ¡Hola! y derivados. Pero bueno, pronto he seguido a lo mío. Ha venido la chica para preguntarme el color, y he respondido un "lo de siempre", y sin embargo no me ha quedado tan bonito como en las películas, más bien se ha perdido en el vacío. Se ve que hoy el don de la palabra lo tenía en las profundidades de mi esófago. Ha reaparecido para colocarme un plástico protector en torno al cuello y ha mascullado algo. Y esto ha sido muy gracioso porque he oído "te la preparo" y no solo me he contentado con asentir, sino que además he dicho "sí", para más tarde percatarme de que no me lo decía a  mí. Se me ha quedado mirando, y me he vuelto a hacer la sueca pensado "puta sorda, ya tenías que hablar".


Después de ese tonto incidente que ha ocupado gran parte de mi mente debido a un acusado aburrimiento y la incomodidad que pronto se propaga por mi cuerpo al reconocer que estoy en un sitio con gente, expuesta a miradas, quieta, pausada, y además con unos pelos horrendos, he contemplado gracias al maravilloso y titánico espejo que había ante mí, cómo sería con el pelo rapado. El recogido con una pinza, ese acabado tan sutil, ha hecho que me perdiera en mis rasgos, entrecerrando los ojos y mirando mi nariz, mi boca, mis mejillas y mis orejas con detenimiento. ¿Qué pensaría la gente al verlos? ¿Qué parece que soy? Y pronto he borrado de la imagen el pelo para observarme calva, y del horror casi me giro y me pongo a devorar el tinte para provocarme una intoxicación instantánea. Así que después de un aleteo rápido de párpados, he vuelto al libro, antes de que siguiera alimentando estas alucinaciones provocadas por una combinación letal: madrugar y permanecer inmóvil (y jodidamente fea) con gente.

Después de unos, como ya podréis imaginar, intensos 40 minutos de espera, me he desplazado torpemente hacia las pilas para que procedieran a lavarme el pelo. Increíble pero cierto, no ha habido ningún incidente a destacar, excepto los usuales contrastes que drásticamente cambian de un terrible frío al ardiente calor. Y sí, creo que como el resto de veces que he ido a la peluquería, ahí han asesinado más de una de la ideas que descansaban en mi cabeza. Por lo demás, he envuelto mi pelo en la toalla y me he dirigido al encuentro en la segunda fase: el corte de pelo. Vaya, qué cosas. Mira quién está aquí, sujeto L. Estaba esperándolo porque me lo habían asignado y lo escuchaba parlotear con una señora mayor, recomendándole laca con una rapidez y una naturalidad acojonantemente envidiables. He sacado mi morro inferior mientras asentía pensando que sería un buen vendedor de nadas. Pronto, como era de esperar, ha asomado su cabeza y  con una impecable sonrisa me ha dicho que pronto estaría conmigo, que le disculpase. Yo, con esta voz tan deliciosa y dulzona que tengo últimamente, he dicho un "ssí" y he sonreído automáticamente, mientras volvía a girarme hacia el ventanal para ver a la gente cruzar el paso de peatones.

Cuando ha llegado mi turno para la guillotina, he hecho las indicaciones pertinentes con rapidez, porque una ya está curtida en estos asuntos y sabe que si las instrucciones no se dejan claras desde un principio, la operación se expone al criterio personal de alguien que blande unas tijeras. Y como es obvio, eso no pinta nada bien. De este modo, pronto ha intentado sacarme conversación. Preguntándome por el finde semana. Yo, tan sosa, tan acusadamente lerda y anodina que soy cuando me lo propongo, he dejado caer  este tiempo tan indeciso, y unos planes bastante borrosos. Sin embargo, pronto me aburría y pasaba de meterme en la vida del ¡Qué me dices! y otros protagonistas bochornosos, así que le he declarado mi admiración por esas técnicas de corte de pelo tan curiosas. Qué acertada he estado,  parece que dios me haya iluminado con un ápice de sabiduría, porque la respuesta ha sido, en el mismo momento en el que iba explicando mi inquietud, una enorme sonrisa y un brillito en esos ojos verdes. Pronto se ha desenvuelto con naturalidad, creo que incluso demasiada, relatándome otros métodos fuera de lo convencional y algunas de sus experiencias en el extranjero. Yo lo miraba sorprendida, porque lo estaba, pero más todavía por su reacción. No creo que nadie le hable de esas cosas nunca, porque estará acostumbrado a que las abuelas les mencionen la vida de sus sobrinos y las arduas excursiones al Mercado Central.

Pronto ha ido saltando por mi pelo, recorte por aquí, recorte por allá, con coquetería, ladeando la cabeza y mostrándome cómo con el peine debía hacer las medidas oportunas para ciertos peinados inverosímiles. Yo no podía parar de sonreír. Era como un niño al que por fin le habían dado la oportunidad de jugar con su juguete favorito después de hacer los deberes con dedicación. Asentía y hacía algún comentario vacío para hacer que la conversación permaneciera viva, mientras él me dedicaba  más de un aspaviento para acompañar a su apasionante relato. Me ha gustado la sensación que me ha contagiado al tener esa conversación.

Pronto hemos terminado, he pagado y me he ido. Y he vuelto a incorporarme al tráfico de gente que se mueve anónimamente por el centro, cruzando los pasos de cebra y con el monedero en la mano. Ya en el  autobús he pensado que sería una buena idea dejar todas estas impresiones que brotan en cosas tan cotidianas y tan silenciosas como es el ir a la peluquería. Así que aquí estoy. Y aquí está también mi sermón.


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